Tuesday, August 7, 2007

VIEJO RIFLE DE CAZA

por Iván I. Juárez
La lucidez reforzada por la ingente carga de sabiduría de un anciano suele originar, en algunas personas, una irreprimible sensación de rechazo que puede conducir a la alucinación. Esto se debe, tal vez, a la acentuada y patética contradicción que revela una mente brillante presa de un cuerpo en constante atolondramiento por los achaques de la edad avanzada; entre los más comunes, el temblor de las extremidades, los molestos tumores de la artritis, la acuosidad de unos ojos hastiados de observar tantas cosas de ínfimo valor.
Simón no tomaba a la ligera su rechazo. En ocasiones, incluso, el cuerpo le ganaba la partida, resquebrajando las convenciones sociales primarias. Cierto día, mientras su abuelo, por enésima vez, le relataba prolijamente la historia del árbol familiar, le vinieron las arcadas y vomitó a sus pies. Se disculpó argumentando una severa infección estomacal y el hecho pareció quedar en el olvido. No obstante, poco después, durante el desarrollo de una reunión familiar bastante concurrida, se repitió el accidente fisiológico. Entonces su abuelo lo llamó aparte y le preguntó sin ambages qué le molestaba. Simón lo miró a los ojos con severidad, y dijo: «No es nada personal, abuelo. Me dan asco los viejos» Y pensó, con sorna: «Si es inteligente se disculpará en nombre de los suyos.» Las manos del anciano temblaban, y sus ojos, además de vidriosos, estaban más amarillentos que de costumbre. Pero conservaba el porte, la elegancia y altivez que lo hacían encantador al expresarse oralmente, y no había excitación ni enojo en sus ademanes. Simón sentía exacerbado su rechazo. Pretendía un enfrentamiento.
«A tu edad todo malestar tiene solución», dijo el anciano; y agregó: «Coge el rifle y enfrenta tu problema.» Simón lo escuchó respetuosamente. Tras un momento de reflexión, resolvió, pesaroso: «No terminaré con la vida de mi abuelo, aun siendo prescindible.» Y rogó: «¿Podrías alejarte un poco?» El anciano se había acercado; Simón percibía la respiración trabajosa y cataba el aliento, el cual comparó con el paso raudo de una rata de cañería. Las arcadas lo dominaron; vomitó un líquido transparente; se arrastró hasta el escritorio. Abrió un largo estuche de madera y extrajo el viejo rifle de caza. El anciano se mantenía imperturbable, observando la escena con la curiosidad de un zoólogo. «Vamos, sabes usarlo.»
Simón imaginó patos, viejos patos que volaban a baja altura con la perversa intención de arrancarle los ojos y luego las entrañas. Imaginó también que, en el futuro cercano, la repulsión fisiológica engendrada en fenómenos geriátricos se consideraría como un atenuante legal en beneficio de las minorías que, incitadas por la alucinación o un utópico mejoramiento de la raza humana, tomaran la decisión de “ametrallar al anciano.” Imaginó, en última instancia, al mirar a su abuelo frente al escritorio, sonriendo como hace el vencedor con un pie sobre la cabeza del vencido, mostrando la gloria de la senectud materializada en una dentadura postiza; imaginó, pues, la saciada satisfacción que lo embriagaría al desprender de su sitio la cabeza apolillada del anciano, e hizo extensiva su repulsión a todo lo viejo cuando accionó el rifle de caza y obtuvo por única respuesta el estertor de una máquina que le recordó el parsimonioso esfuerzo de su abuelo subiendo las escaleras.

Fotografía blanco y negro por Libertad Bones. Serie: "Miracles". Captura análoga. México 2007

Texto publicado en la sección Ex Libris del periódico Liberal del Sur en su edición del día 26 de diciembre de 2004.



1 comment:

Fernanda Melchor said...

Órale.
Creo que todos pasamos por esa etapa. Algunos nunca la abandonamos. Hasta el día en que, al mirarnos en el espejo por la mañana, vemos al fin esas dolorosas líneas en las comisuras de la boca. Entonces la delicada piel bajo nuestros ojos nos parece más cansada, más flácida; nuestros ojos, más duros... Dejas de odiar la vejez cuando te das cuenta de que es el puerto al que te diriges. Reviertes, entonces, la furia y comienzas a odiarte a tí mismo.
Buen texto.

Fernanda Melchor